jueves, 28 de mayo de 2009

Bolas de fuego

Ya lo pisamos: taladramos
el inocente camino
que no condujo a ninguna parte.

Cuando nos sumergimos en la lumbre
—¿te acuerdas, Cristina, del río ardiente?—;
cuando la rana te escupió saliva oscura
—¿te acuerdas?—. Allí nos detuvimos…

…y nos miramos. Estábamos hinchados,
parecíamos dos bolas de fuego. Luego
flotamos sobre el río.
¿Apoco ya no te acuerdas?

Sí, Cristina. No dejaste de llorar.
Me llenaste con tu hermoso llanto:
esa letanía que marchita los ojos y
me quiere. Que, vaya,

me trajo de regreso.
Más allá, miré bien, estabas
desnuda. Me acuerdo de tu piel fosforescente,
roja, malherida, ¿deliciosa? Te abracé,

pero seguiste llorando.
Balbuceando esa palabra asquerosa
—¿cuál era? Creo que amor—.

Y entonces, agarré la daga que habías guardado
en tu seno izquierdo y…

…eso no se me olvida:
nos convertimos en este idiota,
sinsentido, impotente sol
que no, que nunca, que jamás va a brillar.